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-Usted debería haberse hecho un santo estilista -dijo Münzer- o tal vez preso preventivo, o cualquier otro tipo de hombre con mucho tiempo a su disposición. Si uno necesita una noticia y no la encuentra, pues se la inventa. Observe usted.Se sentó y se puso a escribir, rápidmente y sin pensarlo, unas cuantas líneas, pasando luego la hoja al joven.
-Bueno, y ahora márchese, señor Rellenacolumnas. Si no hay bastante, un cuarto de espacio.
El señor Irrgang leyó lo escrito por Münzer, dijo con voz muy tenue "Santo Dios" y se sentó a continuación como si se hubiese mermado de repente, en el sofá, en medio de una montaña crujiente de periódicos extranjeros.
Fabián se agachó para mirar la hoja que temblaba en la mano de Irrgang y leyó: "Luchas callejeras en Calcuta entre mahometanos e hindúes. Aunque la policía logró dominar la situación muy pronto, el resultado fueron catorce muertos y veintidós heridos. La calma reina de nuevo".
-¡Pero si en Calcuta no ha habido disturbio alguno! -contestó Irrgang, resistiéndose...
_¿Que no ha habido disturbios? -pregunto Münzer, indignado-. ¿Quiere usted hacer el favor de demostrármelo? En Calcuta siempre hay disturbios. ¿O prefiere usted que publiquemos la noticia de la nueva aparición de la serpiente marina en el océano Pacífico? Tome buena nota de todo esto: aquellas noticias cuya falsedad no se puede comprobar al cabo de algunas semanas son verdaders. Y ahora haga usted el favor de desaparecer de inmediato; de lo contrario, le haré preparar el molde para servir de suplemento a la edición local.
El joven se marchó.
-¡Y eso quiere llegar a ser periodista! gimió Münzer...-. ¿Que qiere usted que haga? -preguntó-. Y además, ¿para qué sentir lástima de esa gente, si todos ellos siguen vivos y en perfecto estado de salud? Créame, querido, lo que nosotros añadimos inventando no es tan malo como lo que quitamos -y al mismo tiempo volvió a tachar media página del discurso del canciller...
- No debe usted molestarse por lo que dice -explicó el redactor comercial a Fabián-. Lleva veinte años de periodista y ya se cree sus propias mentiras.
-¿Usted critica la indolencia de su colega? -le preguntó Fabián al señor Malmy-. ¿A qu´otra cosa se dedica usted?
El redactor comercial sonrió, aunque solamente con la boca.
-Yo también digo mentiras -contestó-. Pero yo sé las que digo. Sé que el sistema está equivocado. En nuestro departamento de economía hasta un ciego puede ver eso. Sin embargo, yo sirvo con abnegación al sistema equivocado, al cual le dedico mi modesto talento, las medidas equivocadas resultan equivocadas. Soy un adicto a las consecuencias férreas y soy además...
-Un cínico -interrumpió münzer, sin levantar la vista. Malmy se encogió de hombros.
-Quiero decir, un cobarde. Esa sería la palabra mas exacta. Mi carácter no llega, en modo alguno, a la altura de mi inteligencia. Lo lamento de corazón, pero no pienso hacer nada para remediarlo...
Münzer estaba sentado en el sofá y de repente empezó a llorar.
-Soy un cerdo -murmuró.
-Una atmósfera decididamente rusa -manifestó Storm-. Alcohol, autotormento, lágrimas de hombres hechos y derechos -estaba emocionado y acarició la calva del político.
-Soy un cerdo -murmuró el otro. Seguía con su idea.
Malmy sonrió a Fabián.
-El Estado protege los latifundios no rentables. El Estado protege la industria pesada. Ésta envía sus productos al extranjero a precios irrisorios, pero los vende dentro de nuestras fronteras por encima del nivel del mercado mundial. Las materias primas son demasiado caras; el fabricante baja los jornales; el Estado acelera la disminución del poder adquisitivo de las masas, mediante impuestos que no se atreve a cargar sobre los hombros de las clases pudientes; el capital, de todos modos, huye allende las fronteras por billones. ¿Acaso esto no es ser consecuente? , ¿acaso esta locura no tiene método? ¡Con una cosa así se le hace la boca agua a cualquier gourmet!
-Soy un cerdo -murmuró Münzer, adelantando el labio inferior para recoger sus lágrimas.
-Se sobreestima usted, apreciado amigo -dijo el redactor comercial.
ERICH KÄSTNER, Fabián, del capítulo III
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Von der justiz
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